Todos los días, el Padre Juan Antonio, recibía en su
casa de la calle Corredera, a una cincuentena de niños entre los tres y los
doce años de edad, a los que intentaba aleccionar en el siempre complicado arte
de la enseñanza. Era el párroco del pueblo, y a su vez, ejercía de maestro.
Era un personaje singular. Pese a su juventud,
rayaría los treinta años, este hijo de adinerados terratenientes, lucía una
incipiente calvicie que intentaba disimular luciendo una gran boina que le
tapaba hasta las orejas de soplillo con las que sujetaba unas gafas de pasta
negras, con cristales de los llamados de “culo de botella”. Era tan chato, que
si no fuera por aquellas enormes orejas, en más de una ocasión, le habrían
resbalado por la cara aquellos anteojos, cuyas patillas se encontraban sujetas
con esparadrapo blanco. Sus minúsculos ojillos se agrandaban detrás de aquellos
voluminosos cristales.
Su perilla, siempre perfectamente recortada, le alargaba el rostro en exceso, dando apariencia de triángulo invertido. Su tez blanquecina le daba un aspecto enfermizo a su rostro y a sus huesudas manos, que era lo único que se le podía divisar, debajo de aquella vieja y raída sotana negra con la que siempre iba ataviado. Se hacía acompañar por una vara de olivo, que le hacía las veces de bastón, para sus largas caminatas por aquellas angostas y antiguas calles sin asfaltar, que le servía para sortear todo tipo de obstáculos a modo de piedras y agujeros que asemejaban trampas para cazar leones, en sus visitas a los ancianos y enfermos de la localidad. Le costaba Dios y ayuda mantener el orden y la disciplina en el aula con aquellos cincuenta salvajes, cada uno de su padre y de su madre.
Su perilla, siempre perfectamente recortada, le alargaba el rostro en exceso, dando apariencia de triángulo invertido. Su tez blanquecina le daba un aspecto enfermizo a su rostro y a sus huesudas manos, que era lo único que se le podía divisar, debajo de aquella vieja y raída sotana negra con la que siempre iba ataviado. Se hacía acompañar por una vara de olivo, que le hacía las veces de bastón, para sus largas caminatas por aquellas angostas y antiguas calles sin asfaltar, que le servía para sortear todo tipo de obstáculos a modo de piedras y agujeros que asemejaban trampas para cazar leones, en sus visitas a los ancianos y enfermos de la localidad. Le costaba Dios y ayuda mantener el orden y la disciplina en el aula con aquellos cincuenta salvajes, cada uno de su padre y de su madre.
Para ello, contaba con la inestimable
colaboración de “la Carmen”, una joven sirvienta de la casa, que llevaba en
secreto su amor incondicional y prohibido por el Padre Juan Antonio. No era ni
mucho menos su vocación tener que lidiar con tanto mocoso a su alrededor, aún
así, ella se había ofrecido para cuidar de los más pequeños, y así tener cerca
a su amado el mayor tiempo posible.” La Carmen” era de una de las familias más
pobres del pueblo, “pobres pero honraos”, no se cansaba nunca de repetir. Era
la primogénita de siete hermanos, seis hembras y un varón, Carlitos, el menor, discípulo
a su vez del Padre Juan Antonio, que
contaba con diez años, y sin embargo, muy avispado para su edad.
—
Padre, ¿Qué va a ser? ¿Una copita de vino de pitarra? – le preguntaba con sorna
Severo, firme forofo madridista, que acababa de hacerse con su primera copa de
Europa, falangista a ultranza y tabernero. Las paredes de aquella tasca estaban
empapeladas con retratos de futbolistas, absolutamente desconocidos para aquel
curilla, y de banderas españolas con el escudo del águila. — Por la hora que
es, seguro que ya no es la primera. – le dijo entre grandes carcajadas, dejando
ver su encía desdentada.
—
Sea esa copita y para mi amigo Carlitos, un refresquito de esos de limón, que
es de lo poco que merece la pena en este tugurio. – replicó el Padre Juan
Antonio, golpeando la vara de olivo fuertemente contra el suelo. Deja la
botella en la barra, ah, y cuidado con tanto aguilucho que aquí hay mucha
víbora suelta. Y tú, Carlitos, ni caso, recuerda las enseñanzas del antiguo testamento:
“No ofende el que quiere, sino el que puede”. – dijo el cura poniendo la mano
en el hombro del zagal.
—
Padre, creo que eso no viene en el antiguo testamento. – musitó Carlitos con
ingenuidad, rascándose la coronilla.
— Lo
sé, hijo, lo sé, pero…Aparte de nosotros, ¿Ves aquí a alguien capaz de
distinguir un burro de un catecismo? – Espetó, mientras miraba de reojo al
tabernero, cuyo semblante iba enfureciéndose a pasos agigantados.
— Me
parece a mí, Padre, que algún día usted y yo vamos a tener algo más que
palabras. – Dijo Severo mientras estrujaba entre sus manos una sucia bayeta
—
Ah, y bien le podías decir a tu padre, el señor alcalde, que se ponga en
contacto con vuestro querido caudillo, para ver si por una vez, y sin que sirva
de precedente, acierta a prohibir que se fume en este tipo de tugurios, que
entre tanta prohibición, una más, no se iba a notar. Es que entre que veo poco
y esta humareda, apenas te diviso, aunque para lo que hay que ver… — Carlitos
estalló a reír a carcajadas, mientras Severo, con los ojos enrojecidos de ira,
saltaba la barra de un brinco y agarraba por la pechera al Padre Juan Antonio.
El semblante del niño palideció en un santiamén. En el rostro del párroco se adivinaba
una ligera sonrisa de satisfacción.
—
Juan Antonio, llevo años esperando este momento. Si no fuera por tus hábitos,
hace tiempo que te hubiera partido tu horrorosa cara. — Exclamaba el tabernero
con furia, mientras zarandeaba a su oponente.
Severo y el Padre Juan Antonio eran de la misma
quinta. Se conocían desde pequeños. Ambos habían sido niños de la gran guerra,
aunque dada la acomodada situación de sus progenitores, no habían pasado por
los aprietos y la hambruna de los demás niños de su edad. Eran inseparables.
Tuvieron la misma ama de cría, crecieron juntos, jugaron juntos, hasta que
aquella muchacha se cruzó en sus caminos en plena pubertad. Ambos se enamoraron
de Carmen y surgieron las rencillas entre
ellos. Severo rápidamente se lanzó a la conquista, de una forma poco sutil, de
aquella bella jovencita, obteniendo siempre una negativa por respuesta. Nunca
le dijo que en realidad estaba enamorada de su amigo Juan Antonio, aunque él
siempre lo había sospechado. Juan Antonio no quiso enfrentamientos con su
amigo, y decidió pedirle a sus padres ingresar en un seminario, aunque nunca
había tenido vocación de cura, era la salida más rápida para irse del pueblo,
alejarse de allí e intentar olvidar. Tras varios años en el seminario, y ya ordenado
sacerdote, volvió al pueblo a ocupar el ministerio de párroco. Todo seguía
igual. Severo seguía acosando a “la Carmen” y ésta continuaba dándole largas.
El tabernero estaba furioso, y más aún,
cuando llegó a sus oídos, que retornaba al pueblo la persona que menos
esperaba, su antiguo amigo y rival en amoríos, el Padre Juan Antonio.
—
Madre, ya estoy en casa. — Su padre había muerto hacía un par de años en un extraño
accidente de caza, aunque él intuía quién andaba detrás. — ¿Hay alguien en la
casa que pueda ayudarme con el equipaje? — Fue entonces cuando la vio. Frente a
él, se encontraba la mujer por la cual su vida había cambiado por completo. Su
pálida tez se sonrojo al instante.
—
Buenas tardes, Padre. Yo misma le puedo ayudar, si a usted le parece bien. —
Dijo Carmen, dirigiendo su mirada hacia el suelo y con las manos cruzadas
detrás de la espalda.
— Buenas
tardes, Carmen…Hija, quería decir. Claro que me parece bien. — Asintió. Estaba totalmente ruborizado. Se
dio cuenta en aquel mismo instante, que los años que había pasado lejos de
allí, no habían servido más que para darse cuenta de lo mucho que la había
echado de menos.
En pocos días comenzó la rutina de su trabajo, las
misas, las visitas a ancianos y enfermos, organizó la escuela en los altos de
su casa con la ayuda del que se convirtió en su sombra desde que le conoció, el
pequeño Carlitos, que, dada su prolongada ausencia en el pueblo, se convirtió
en su guía y asesor a la hora de conseguir algunos enseres que le iban haciendo
falta para las clases. Le gustaba su trabajo, ayudar a la gente necesitada, y,
en particular, la enseñanza. Era su verdadera vocación. No tenía apenas
recursos, pero sentía una gran satisfacción al comprobar los progresos con la
lectura y la escritura de sus, anteriormente analfabetos, alumnos. Pero ella
estaba allí. Cerca de él, a todas horas. Se sentía prisionero de sus hábitos.
Sabía que debía tomar una decisión, cuanto antes, mejor. Pedir a su diócesis un
cambio de destino era la solución más fácil a corto plazo. Enfrentarse a su
destino y buscar su libertad le aterrorizaba. Era la razón contra el corazón.
Decidió buscar la ayuda, indirecta, de quien menos estaría dispuesto a hacerlo.
Severo era la víctima propiciatoria. Había planeado todo a la perfección,
excepto el mes que tuvo que guardar cama tras la paliza recibida por parte de
aquella mala bestia. Esperaba que todo saliera como había calculado, en ese
caso, las dos costillas rotas, la cara amoratada y los añicos de los cristales
de culo de botella, habrían valido la pena.
— ¡Padre,
carta del obispado! — Exclamó Carlitos.
El pequeño discípulo iba a diario a visitar a su maestro en los eternos días de
convalecencia, y le iba informando de todos los chascarrillos que su acción había
provocado entre sus feligreses.
—
Pues leámosla, veamos que se cuentan los superiores. — Se incorporó en el catre
con gestos de dolor. — A ver esas clases de lectura si te han servido de algo,
que yo sin los anteojos, lo único que veo claro, es que no veo nada.
— Tranquilo
Padre, yo seré sus ojos mientras le traen las gafas nuevas, que, por cierto, ya
le iba haciendo falta un cambio. — Rasgó el sobre y sacó una escueta nota de su interior.
Badajoz, 10 de octubre de 1956.
Por la presente, se le comunica que el obispado ha
abierto expediente contra su persona, por sugerencia de las más altas
instancias del Estado, habiendo recibido manuscrito de puño y letra de nuestro
querido Generalísimo en persona, en el que nos solicita que iniciemos los
pertinentes trámites para que usted sea, al menos, retirado de su cargo en la
iglesia, y, si fuere necesario, poner los hechos acaecidos en conocimiento de
Su Santidad, para una posible excomulgación.
Por lo que, obrando en consecuencia de la sugerencia
recibida, queda usted relevado inmediatamente de su ministerio de párroco, y,
emplazado a la espera de la decisión Papal.
El semblante de Carlitos iba palideciendo mientras
iba avanzando en la lectura.
—
Esto es malo, ¿Verdad, Padre? — Las lágrimas brotaban de los ojos del muchacho.
— Depende
Carlitos, depende. Y no llores más, que todo va a ir bien, ya verás. — Dijo,
mientras le revolvía el pelo. — Es más, se lo vamos a poner más fácil. ¿Quieres
decirle a tu hermana que venga a mi alcoba?
En ese instante, Carmen apareció por la puerta con
una bandeja de dulces y café.
— Mira, hablando de Roma, y nunca mejor
dicho…Carlitos, ¿Nos puedes dejar a solas? — El niño accedió, abandonando la
estancia. — Carmen, he recibido esta carta, quiero que la leas atentamente.
Alargó el brazo con gesto de dolor y le entregó la
misiva. Mirándola a los ojos, le dijo: “Carmen, mi futuro, nuestro futuro, está
aquí, en estas líneas”
Leyó aquella nota con esmero, una y otra vez, hasta
que comprendió su significado.
—
Esto quiere decir que ya no eres cura. Y, Ahora, ¿Qué va a pasar? — Preguntó,
frunciendo el ceño.
—
Eso me lo deberías decir tú, tuya fue la idea de todo lo ocurrido en la taberna
del Severo. Aunque a mí se me ocurre algo. — Con mucho esfuerzo, consiguió
ponerse en pie, y retirándose el alzacuello, le dijo: Carmen, estoy enamorado
de ti desde el día en que te vi. ¿Quieres casarte conmigo?
—
Llevo años deseando que me hagas esa pregunta.
— Y
yo, soñando con hacértela.
1 comentarios:
GENIAL
Publicar un comentario