Todos los días, el Padre Juan Antonio, recibía en su
casa de la calle Corredera, a una cincuentena de niños entre los tres y los
doce años de edad, a los que intentaba aleccionar en el siempre complicado arte
de la enseñanza. Era el párroco del pueblo, y a su vez, ejercía de maestro.
Era un personaje singular. Pese a su juventud,
rayaría los treinta años, este hijo de adinerados terratenientes, lucía una
incipiente calvicie que intentaba disimular luciendo una gran boina que le
tapaba hasta las orejas de soplillo con las que sujetaba unas gafas de pasta
negras, con cristales de los llamados de “culo de botella”. Era tan chato, que
si no fuera por aquellas enormes orejas, en más de una ocasión, le habrían
resbalado por la cara aquellos anteojos, cuyas patillas se encontraban sujetas
con esparadrapo blanco. Sus minúsculos ojillos se agrandaban detrás de aquellos
voluminosos cristales.